Esta semana continuamos nuestro blog Barocca-mente dedicando un post a contar el lento proceso de reconocimiento de la pintura del Seicento en la España del siglo XX, a través del trabajo de uno de sus más importantes protagonistas: Alfonso E. Pérez Sánchez.

Ignorando el barroco italiano

E. D´Ors, Tres horas en el Museo del Prado, 1941.

 

La pérdida de las últimas colonias de ultramar en 1898, junto a la corriente nacionalista de la Europa de principios de siglo, dieron como resultado el nacimiento de una parte de España acomplejada que intentaba revivir una grandeza perdida. El intento de recuperar la dignidad imperial, en confrontación con un país que caminaba hacia la democracia y un estado más moderno, provocó el choque de la Guerra Civil española, desembocando en una dictadura militar que duraría 36 años. Esta misma resistencia a la modernidad es la que llevó a la crítica del arte del país a ignorar los debates internaciones y el éxito de las exposiciones sobre el Seicento que revalorizaba este periodo. Así, las descripciones del Museo del Prado y sus colecciones, ignoraban decididamente la pintura barroca italiana y el museo rechazaba participar en importantes exposiciones como la muestra del Florencia de 1922, bajo la excusa de una política proteccionista de las obras que no será ley hasta 1935. El inmovilismo de los historiadores, especialmente los adscritos al régimen, hacía que incluso en la década de 1950 se siguieran defendiendo tesis obsoletas como la de José Camón Aznar, quien afirmaba que la pintura española había evolucionado de forma natural hacia el naturalismo, sin la influencia del caravaggismo. Prácticamente, solo los historiadores y críticos catalanes estaban más abiertos a aceptar la teoría italiana.

La primera atención al Seicento en España

Alfonso Emilio Pérez Sánchez

A pesar de que en la temprana fecha de 1924 Elías Tormo pronunció una conferencia sobre España y el arte napolitano, para celebrar el centenario de la Universidad de Nápoles, en la que reconocía la deuda del arte español con el partenopeo, tales afirmaciones no se volvieron a dar en la crítica hasta la década de 1960. En 1962 José Manaut publicará un ensayo sin precedentes — La personalidad de Michelangelo Caravaggio y su proyección en la pintura española de los siglos XVI y XVII — enteramente dedicado a la influencia que el caravaggismo había tenido en los pintores de la península hispánica. Sin embargo, hasta la conferencia sostenida ese mismo año por Alfonso E. Pérez Sánchez sobre las obras que se hallaban expuestas en la última planta del Museo Nacional del Prado, no se trata de arrojar luz sobre las colecciones españolas de pintura barroca italiana. El estudio que el profesor estaba llevando cabo no verá la luz hasta 1965 cuando publica su tesis doctoral Pintura italiana del siglo XVII en España, y que supuso el punto de partida para la revalorización. La publicación de carácter enciclopédico recogía todas las obras del Seicento de las colecciones españolas, diferenciadas por escuelas, suponiendo el conocimiento de obras ignoradas hasta ese momento y el inicio de una política de recuperación de cuadros dispersos en otras instituciones. Pérez Sánchez proponía estudiar el XVII italiano de forma conjunta para su clasificación, valoración e influencia sobre la pintura española, pues reconocía que, aunque era ampliamente valorado en Europa, en España no era del gusto general y había una gran laguna bibliográfica al respecto.

La carrera por la revalorización

Cartel para la exposición Pintura italiana del siglo XVII, 1970.

Tras la publicación de Pérez Sánchez, coincidiendo con un periodo político de mayor aperturismo, la crítica española comienza una carrera para intentar alcanzar el nivel europeo. El profesor se encargó, en 1970, de comisariar la primera exposición en España sobre el Seicento, que llevó por título Pintura italiana del siglo XVII, y con la que se conmemoraba el 150 aniversario del Museo del Prado. Un total de 198 pinturas fueron expuestas procedentes de diferentes puntos del país y diversas instituciones, muchas de ellas salían de almacenes y otras habían sido olvidadas en salas de universidades, institutos o iglesias. Pinturas de maestros desde Alessandro Allori hasta Luca Giordano ilustraron la riqueza que España conservaba y cuyo valor pretendía resaltar y presentar al público por primera vez. La repercusión fue tan grande que Walter Vitzhum le dedicó las siguientes palabras:

«La exhibición del Seicento de Madrid quedará como acontecimiento sobresaliente entre todas las exposiciones dedicadas al arte italiano este año».

Pero la labor del profesor no terminó en la exposición. Si en el catálogo ya había resaltado el papel de los virreyes y embajadores españoles en Italia, llevando a su regreso a la corte importantes ejemplos de la pintura del momento, también subrayó la necesidad de estudiar en profundidad a algunos de ellos. En 1977 publica el inventario de pintura del VI conde de Monterrey, quien decoró sus casas de Madrid y su fundación de agustinas recoletas de Salamanca con pinturas de Artemisa Gentileschi, Alessandro Turchi, Giovannni Lanfranco, Massimo Stanzione, José de Ribera o Giovanni Baglione, entre otros.

En la década de 1980 su labor en la revalorización del XVII italiano continuó desde un segundo plano y dirigió tesis doctorales que continuaban el camino que él había abierto. Si la tesis de Ángela Madruga, Arquitectura barroca salmantina (1983), ya reflejaba la riqueza pictórica que el interior del convento del conde de Monterrey pudiera tener, La pintura barroca en Salamanca, de Emilia Montaner, sale a la luz cuatro años más tarde para dar una visión completa de las obras que la ciudad recogió y que aún conservaba. Esta puesta en valor llegaba a todos los ámbitos que Pérez Sánchez controlaba, de manera que siendo director del Museo del Prado, entre 1983 y 1991, las obras expuestas del Seicento, que anteriormente habían estado relegadas a la última planta, pasaron a exhibirse en la galería central de la planta principal, junto con la pintura española y francesa del siglo XVII.

Por supuesto, no cejó en su empeño de reconocer un periodo tan injustamente denostado, siempre que la naturaleza de sus publicaciones lo permitiera, señalando en 1992 el influjo de pintores como Lanfranco en algunas obras de Ribera, como Jacob y su rebaño. Destacó la gran huella que el barroco traído de Italia dejó en el arte español.